La dama de hierro (The iron lady, Reino Unido/Francia/2011/105’).
Dirección: Phyllida Lloyd.
Guión: Aby Morgan.
Fotografía: Elliot Davist.
Música: Thomas Newman.
Montaje: Justine Wright.
Intérpretes: Meryl Streep, Jim Broadbent, Richard E. Grant, Susan Brown, Olivia Colman.
Estúpida mímesis
Se viene nomás el estreno de la película “sobre Margaret Thatcher”. En los diarios se multiplican las notas, entrevistas y las investigaciones pretendidamente históricas o revisionistas. Y lo cierto es que la reciente recidiva de cantinelas patrioteras augura una buena performance en la taquilla, debates sobre lo atinado o no del retrato de la dama de hierro, lecturas de ánimo político y largos etcéteras. Pues bien: no perdamos el tiempo. Esta película es tan increíblemente superficial, banal y estúpida como sólo podía esperarse de la directora de esa otra pavada insufrible que es Mamma Mia!
Ya lo sabemos: ¡qué bien que maquillan y hacen máscaras diversas en el cine mainstream! (por más que J. Edgar demuestre que ello no siempre es así). Y que Meryl Streep es una buena actriz, no voy aquí a negarlo. Pero lo cierto es que no termino de entender esa actitud de boba expectación y descerebrado disfrute frente a la constatación de que una persona logra parecerse a otra. “¡Oia! ¡Está igualita!”. Y sí, está igualita, tiene los diente-paleta y todo… Igual que su hija… Bueno, eso es lo máximo que puede decirse de esta película. Porque Phillyda Lloyd y Aby Morgan logran quedarse en lo menos interesante de un personaje que en manos de casi cualquier otro guionista o director hubiera sido perturbador, intrigante, polémico. La decisión de hacer centro en la vejez (tirando a la decrepitud) de la tozuda política, el cansador ir y venir en el tiempo y los recuerdos, el patetismo al que lleva el pueril capricho de la constante aparición del marido muerto de la ex Primer Ministro, resultan inexplicables. Nos encantaría haber podido odiar a la Thatcher como tantas veces hemos hecho fuera de la gran pantalla, pero ni eso nos han dejado. Podemos odiar una película insostenible, profundamente estúpida (sabrán perdonar la reiteración del adjetivo, pero es el que mejor la explica), pero ninguna reflexión sobre sus aspectos formales o su contenido político resulta pertinente por cuanto ello ha quedado fuera de las propias intenciones de las hacedoras de este producto. El acercamiento tiene algo de la impronta de una revista femenina, con la pátina de pretendida “profundidad objetiva” del suplemento dominical de algún periódico (podría tratarse de la pastilla o el recuadro en la que el artículo sobre la enfermedad de la semana, Alzheimer o arteriosclerosis, da como nota de color el ejemplo el de una figura conocida que la ha sufrido).
Por estas tierras, de Mario Sapag a Martín Bosi son o han sido el exponente de ese subnormal deslumbramiento que provoca la mímesis al que antes referíamos. Quizás ese sea el secreto y la explicación de la multiplicación por todo el planeta de los museos de cera en los que turistas hacen cola para ver una versión aún más plástica que la ¿real? de Pamela Anderson. Pagar una entrada de cine solo para algo parecido es sin dudas demasiado. El resto no merece ser traído a colación, se trata de meras patrañas de publicidad o los reflejos atontados o involuntarios de las lecturas superficiales a las que nos tienen acostumbrados los medios masivos. La dama de hierro no es una película política. Ni siquiera es una película interesante o divertida. Es tan sólo un epidérmico y vacío intento de copiar una imagen. Nada más que eso.
Fernando E. Juan Lima
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