La noche más oscura (Zero
dark thirty, EE.UU./2011/157’).
Dirección:
Kathryn Bigelow.
Guión:
Mark Boal.
Fotografía:
Greig Fraser.
Montaje: Dylan Tichenor y William Goldenberg.
Música:
Alexander Desplat.
Intérpretes: Jessoca Chastain, Jason Clarke, Joel
Edgerton, Jennifer Ehle, Mark Strong, Kyle Chandler, Edgar Ramirez, James
Gandolfini, Chris Pratt.
Peligrosa obsesión
Cuando
a un determinado evento, declaración u obra le caen con similar dureza por
diestra y siniestra, esto es, la atacan en virtud de argumentos a la vez
parecidos y contradictorios por izquierda y por derecha, no puedo evitar abrir
un crédito a su favor. Este imposible acuerdo que se parece aun oxímoron me
intriga; y el prejuicio troca en expectativa.
Es que La noche más oscura vuelve a poner sobre el tapete la muy (potencialmente)
rica e interesante discusión (que siempre está presente, aunque, por las
razones que sean, nos hagamos los distraídos) acerca de la vinculación que
existe entre cine e ideología. Y si tomamos en cuenta los dos términos en
tensión (que es lo que intentaré hacer), no estimo adecuada, no comparto, la
posición de aquellos que ante circunstancias como la presente (la aparición de
un film que nos interroga y provoca de esta manera) recurren al artilugio de
“pasar lista” de ciertos lugares comunes que hacen que una obra, una película
en este caso, encuadre en el ámbito del progresismo biempensante o en el de la
derecha, el imperialismo o cualquier otro “ismo” frente al cual no existe otra
opción de declamar, subrayar y no dejar lugar a duda alguna en torno a nuestra
oposición. Creo que algunos reflejos son tan atávicos, están (muchas veces con
razón) tan arraigados en nuestra cultura, experiencia y devenir, que resistir a
la mecánica reacción requiere un esfuerzo extra, un remanso, hacerse un
instante para dejar actuar a las emociones o la inteligencia. Creo que buena parte
de la crítica (no incluyo en este conjunto a “filósofos” y oportunistas de
diversa laya que han utilizado como excusa de sus habituales diatribas el
acercamiento a esta película) se ha dejado llevar por este irracional y
superficial impulso. No reniego de la posibilidad de estar equivocado, pero lo
cierto es que siento que he visto otra película.
La noche más oscura, en una apuesta al realismo que supera incluso el de Vivir al límite (2008), nos pone en un
lugar incómodo del que es difícil escapar. Quizás ello explique el refugio en
determinadas “verdades”, en ciertas cantinelas que repetimos maquinalmente como
el niño que en la noche murmura para sí una canción de cuna para encontrar
sosiego y combatir el miedo a la oscuridad, a lo desconocido, a la toma de
conciencia de que no existe tal cosa como la total seguridad y certidumbre. El
nuevo opus de Bigelow es también más árido (y, por tanto, exigente para con el
espectador) en su acercamiento a lo que aparece como una burocracia cargada de
ritos y jerarquías: la CIA. Lejos estamos de la imagen idealizada que ha
contribuido a construir el cine en torno a los espías o agentes de este ente
estatal. En este punto Bigelow transforma el amarronado mundo que nos develaba
Tomas Alfredson en El topo (2011) en
un apático universo gris, ajeno a todo rasgo luminoso, y en el que la única
fuerza que puede romper con la apatía tiende a la psicopática obsesión que no
hace sino hundir a los protagonistas en una mayor oscuridad. El mundo de los
agentes que persiguen al terrorista más buscado del planeta, Osama Bin Laden,
tiene que ver más con una gris burocracia, una oficina sin alma (es cierto que
con alguna peculiaridad por la labor encomendada), que con el idílico lugar que
habitan los personajes de la saga de James Bond o de Misión Imposible, por
recordar algún ejemplo icónico.
Es que aquí entiendo que
radica la prueba de que muchas de las críticas “ideológicas” que se han hecho a
esta película hablan más de quien las realiza que del propio film. Creo que, incluso
asumiendo que Bigelow no encuadra en modo alguno en el arquetipo del liberal
estadounidense que tan bien recibido es por estas tierras en algunos círculos y
que su pasión por las armas excede los baremos establecidos por la progresía
local (recordemos Testigo Fatal/Blue
steel, de 1989), afirmar que La noche
más oscura es la versión oficial del pentágono sobre el asunto o que se
trata de un burlote pagado por la misma CIA resulta un exceso que no se condice
con lo que se narra en la película (o mejor aún, con cómo se lo narra). Pero,
digamos que efectivamente ello es así. Aceptemos como válida por un momento
esta hipótesis. La pregunta que inmediatamente se impone es la siguiente: ¿Cumple
el film ese cometido? ¿Lava de culpas a los involucrados? ¿Constituye una
versión heroica de lo sucedido, que suma adeptos a la visión estadounidense de
la historia? Y, el interrogante que tanto ha deslumbrado a quienes se quedaron
en la primera parte de la película: ¿se justifica la tortura en pos de la lucha
contra el terrorismo?
La noche más oscura se abre con la pantalla en negro, poblada sólo por los
audios reales extraídos de las torres gemelas y de los aviones con que se perpetraron
los atentados contra ellas el 11 de septiembre de 2001. Se ha dicho que al
continuarse la edición con las escenas de tortura, la lectura inevitable tiene
que ver con su justificación. Pero, insisto, aun suponiendo que esa hubiera
sido la intención (lo dudo), ¿logra la película ese cometido justificador?
Estimo que, incluso en ese entendimiento, una obra habla por sí sola, más allá
de las intenciones que habrían rodeado su génesis. Y lo cierto es que, de haber
sido ella de alguna manera similar a lo que supone esta postura, en el caso
sucede lo que muchas veces pasa con los productos de propaganda, desde los más
desembozados hasta los que se disfrazan de investigaciones periodísticas o
reportajes: no hay mejor manera de poner en evidencia una realidad que dejarla
salir (diría que plácidamente) a la luz, para que los espectadores/receptores
puedan asistir a esta revelación. Es eso de que “el pez por la boca muere”.
Frente a la supuesta valentía de los que preguntan a boca de jarro a un
funcionario “¿Ud. es corrupto?” (lo que no admite otra respuesta del
interlocutor que la negativa), el buen periodista crea un ámbito que lleva al
propio entrevistado a ponerse en evidencia (esto, claro está, salvo que tenga
en su poder una prueba fehaciente de un caso concreto que pueda exponer y
someter a contradicción al “acusado”).
Y para no ponernos a bucear
en pretendidas intenciones, en una disección de la supuesta subjetividad de la
realizadora, nada mejor que acercarse a la película completa, en su totalidad.
Se ha dicho que Maya (la protagonista, interpretada por Jessica Chastain)
carece de la densidad del enfermizo personaje central de Vivir al límite. ¡Y es cierto! Y lo que ha sido criticado como una
falta de grandeza o presencia de la Chastain a mi entender tiene que ver con la
gris estatura de quien no deja de ser una burócrata obsesionada, carente de
vida propia. Es verdad que los personajes de Bigelow habitualmente son
consumidos por una obsesión autodestructiva de la que no pueden escapar; pero
una cosa es no poder escapar al llamado o la pulsión de un placer o una
adicción y otra perder derechamente la humanidad. No advierto en La noche más oscura un sacrificio
heroico de la protagonista. Tampoco siento haber presenciado la construcción de
un héroe colectivo (la CIA). En su caso, en el camino de la investigación,
quienes participaron de ella no terminan como triunfadores. Quienes no pierden
su vida, pierden su humanidad. Asistimos a una mutación en la que el fervor
seudo-patriótico y el deseo de revancha transforman a las pretendidas víctimas
en lo mismo que decían combatir o perseguir. De incurrir en una búsqueda de
sentido como la aludida, podría elegirse la última escena de la película en vez
de la primera: la triste soledad de la
protagonista se parece bastante a la toma de conciencia de aquello en que se ha
convertido. ¿Qué es lo que separa a perseguidor de perseguido?
Es difícil pensar en una
superioridad moral cuando se ha recurrido, por ejemplo, a la tortura. Además,
los 40 minutos finales, más allá de demostrar la maestría de Bigelow al generar
suspenso con una historia cuyo final uno conoce, se parecen más a una película
de terror que a una gesta heroica. El ataque a una casa a oscuras, jugando con
los implementos que posibilitan la visión nocturna de los atacantes, nos vuelve
a poner en el incómodo lugar de la empatía con quienes son masacrados
indefensos, mientras duermen. Los únicos obstáculos que tienen los comandos que
llevan adelante la acción son los de su propia impericia y falta de inteligencia.
No hay prácticamente resistencia; sugestivamente, no existe un cordón armado en
lo que sería el bunker del terrorista más buscado del planeta. En la penumbra
de la noche, en un momento que dialoga posiblemente más con Cuando cae la oscuridad (1987) que con
cualquier otra película de esta directora, los pretendidos héroes matan a
mujeres y niños. Y cuando por fin se da con El Dorado, cuando al fin parece
haberse llegado a la meta, todo sucede de manera mecánica, abrupta, mucho menos
estridente o relevante de lo que se podría haber esperado. Queda incluso
flotando la incertidumbre en torno a la identidad de ese cadáver, escogido
quizás, entre tantos otros, más por la necesidad de justificar otra masacre que
por la dudosa intención de “hacer justicia”.
La noche más oscura puede ser cualquier cosa menos lineal o propagandística.
Las alusiones a una pretendida bajada de línea se quedan en una lectura parcial
y acotada de sus 157 minutos. Con el músculo y el suspenso que ha caracterizado
toda la obra de Bigelow, con una apuesta al realismo que suma capas y potencia
la incomodidad, tras la visión de la película quedamos solos –como Maya-
intentando recapitular y poner en contexto lo vivido. Siempre es más fácil en
estas instancias encontrar monstruos externos que nos justifiquen, apacigüen
nuestras culpas y mitiguen nuestras dudas. Pero ya sabemos que la buena de
Kathryn no es afecta a este tipo de mariconadas.
Fernando
E. Juan Lima
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